Un tema siempre polémico: las cuotas. A menudo es fácil reaccionar rápidamente cuando se introducen -a favor o en contra de las mismas-, pero siempre son una invitación a reflexionar sobre la complejidad de la situación que las provoca.

Una palabra gana cada vez más presencia en los medios. No se trata, ni mucho, menos de un neologismo. Es una vieja conocida, de inquietantes antecedentes: la cuota. Para todos aquellos que han aspirado o aspiran a un porvenir mejor, la cuota suele ser motivo de terror, el techo -¡ni siquiera de cristal!- contra el cual vienen a estrellarse sus esperanzas.

Eva Levy

En los años que precedieron la Segunda Guerra Mundial, centenares de miles de judíos hubiesen podido sobrevivir si hubiesen obtenido un visado. Pero los países en los que pretendían integrarse le oponían una sola palabra: la cuota. Una vez alcanzado el cupo de la diminuta cuota establecida, se les cerraban las puertas, para no herir los sentimientos más o menos disimuladamente xenófobos y racistas de la población. Países medio despoblados rechazaron por aquello de la cuota a unos inmigrantes bien formados, que hubiesen podido trabajar por el bienestar de todos.

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