Aquel viejo refrán, la letra con sangre entra, ya no se utiliza como antes porque, además de políticamente incorrecto, preferimos medios mejores para educar a los niños, aunque tal vez no fue nunca un mensaje para los más pequeños. Tiempos como estos, Covid-19 mediante, se convierten en esa dura Master Class, en esa vara de fresno virtual que nos enseña a cambiar pautas o a utilizar herramientas manejadas hasta ahora con cierta desidia.
Pienso en el teletrabajo. ¿Cuántos años llevamos hablando de ello? En la medida en que se ha ido desarrollando la tecnología y han mejorado las conexiones, las empresas avanzadas -grandes o pequeñas- lo han ido introduciendo, aunque sin despejar cierta atmósfera de dudas. Pero ahora, al llegar la crisis sanitaria, la única forma de llevar adelante muchos negocios, los estudios escolares/universitarios y hasta la actividad de la Administración pasa por el ordenador y el móvil, lo que va a ser, en mi opinión, el empujón definitivo del teletrabajo. En los próximos meses, junto a otras enseñanzas de este duro momento, el trabajo a distancia habrá contrastado su utilidad, pero también sus carencias y prejuicios adheridos, lo que urge solucionar porque estamos en otra sociedad y en otra economía.
El teletrabajo, desde que se hizo posible, ya no fue ya una opción, sino una necesidad para muchas empresas, que han podido combinar la actividad a distancia con la presencial, así como enriquecer su plantilla con fichajes en otras regiones o países y retener a buenos profesionales a los que determinadas circunstancias, familiares, o no alejaban temporalmente de sus despachos. Pero no han faltado reticencias, sobre todo entre quienes no han sabido/podido llevar el teletrabajo hasta sus últimas y mejores consecuencias. Dudas de las empresas: ¿cómo liderar un equipo remoto manteniendo el foco en el logro de los objetivos?; ¿cómo superar la barrera de la distancia física a la hora de comunicarnos, internamente o con los clientes, aunque utilicemos la videoconferencia?; ¿es segura la productividad de un trabajador que organiza su propio tiempo?; ¿puede ser el teletrabajo habitual o hay que limitarlo a momentos concretos?; si se aplica en el marco de la conciliación, ¿debe quedar para tareas complementarias o el trabajador podrá sacar adelante un proyecto de envergadura?, etc. Para muchos profesionales, las dudas estaban y están en el reconocimiento de su trabajo, en la pérdida de hipotéticas promociones al no estar allí, en los pasillos; en las condiciones económicas y laborales, que pueden empeorar de muchas formas; en la falta de acceso a datos; en la soledad y también en las dificultades de disponer de un espacio adecuado de trabajo, etc.
El Covid-19 ha metido todo esto en una batidora y lo va a agitar mientras dure la crisis y más allá, añadiendo, además, otras realidades. Cuando hablamos de teletrabajo, solemos pensar en empresas grandes con trabajadores acostumbrados a funcionar en remoto, dotados de buenos portátiles, móviles de calidad, tarifa plana de internet y, sobre todo, potente conexión a la red corporativa que muy pocas empresas pequeñas y medianas tienen o se plantean. Ese smart working que se puede desarrollar ágilmente desde cualquier lugar es una especie de fantasía en el grueso de las pymes donde solo el 14% tiene un plan de digitalización en marcha, algo que vaya más allá de disponer de un correo electrónico o una página web. Pymes y autónomos, forzados ahora en muchos casos a bajar la persiana -con tremendas consecuencias- ya no van a poder eludir, cuando su negocio se presta a ello, esta modernización que llega por cierto en el peor momento. En muchos casos, el retraso es hijo de una mentalidad, pero también del temor a los costes de afrontar la transformación, los costes por empleado en el pago de licencias de programas, los antivirus, el mantenimiento… Paradójicamente, hay mini empresas que se mueven como el pez en el agua en el mundo digital y aprovechan las ventajas de un mundo online que exige menos estructuras tradicionales y más ideas (con permiso, eso sí, de la burocracia y las dificultades económicas derivadas: esperemos que todo eso se revise en un futuro post cuarentena).
El coronavirus va a impulsar un cambio cultural necesario en el ámbito de la empresa, aunque ahora, con las pérdidas económicas que está generando la crisis, nos parezca un asunto anecdótico. Pero esa preferencia de algunos directivos por el presencialismo de los trabajadores antes que por la eficacia -que muy bien puede representar el teletrabajo- es uno de los lastres de nuestra productividad que deberíamos dejar atrás para recuperarnos antes. También cuando salgamos de esta cuarentena, algunas grandes compañías que utilizan bien el teletrabajo -o eso parecía- deberán hacer examen de conciencia, porque van de modernas y conciliadoras, pero no han sabido adaptarse a este momento excepcional, exigiendo a sus profesionales jornadas maratonianas, conference call y videoconferencias interminables, como si no hubiera hijos alrededor, ni preocupaciones de salud. Se diría que han alquilado una oficina con todas las prestaciones donde han ubicado temporalmente a sus trabajadores y a los que exigen como si todo siguiera igual cuando estamos en medio de una pandemia, es decir, en circunstancias que bien merecen horarios más aligerados porque este mal que afecta a España y al resto del mundo no sabemos cuánto puede prolongarse, ni con qué picos.
A otro nivel, pero también con grandes dosis de aprendizaje, la educación a distancia -escolar, universitaria- tendrá que reajustar sus medios y sus métodos. Los niños y adolescentes se han enfrentado al telestudio y al hecho de recibir instrucciones por el móvil, el correo electrónico o la videoconferencia de sus profesores. Esa era la idea al menos de la Comunidad de Madrid cuando cerró los centros y recomendó los formatos on-line. Un gran recurso, solo que no todos los colegios cuentan con los mismos medios y los 1,2 millones de alumnos madrileños se han tropezado con circunstancias muy diversas. Seguramente, si cada cierto tiempo los niños teletrabajaran pondrían a prueba la compatibilidad de sus medios con los de los colegios y todos saldrían ganando. Por otra parte, hay ciertos barrios con muchos alumnos que no tienen tablets, ni portátil, ni acceso a plataformas. Es otro buen motivo de reflexión sobre la desigualdad, mientras se perfeccionan las herramientas de los centros y se suplen las carencias de quienes, en este caso por el confinamiento, ni siquiera han podido utilizar los recursos de bibliotecas y centros públicos.
La tecnología ha sido la gran ventana en estos días de reclusión: móviles y Skype han facilitado el contacto entre familiares y amigos, aliviando preocupaciones y soledad. Las compras on-line y todo tipo de servicios a domicilio se han afianzado y nadie duda de su futuro (al margen de algún uso frívolo en estas semanas). La cultura, tan golpeada económicamente por esta crisis, ha estado por otra parte al alcance de todo el mundo como nunca hasta ahora, aunque muchas de esas herramientas que ahora se descubren son veteranas. Y los medios de comunicación, que no han abandonado el quiosco ni otros canales, han tenido y tal vez recuperado una gran demanda haciendo uso de todos sus recursos para informar en el momento, vía streaming, o pausar los datos para ofrecer materiales más meditados.
Por nada del mundo hubiera querido yo la aparición de este coronavirus, ni sus consecuencias, pero podemos aprender mucho de él para el futuro porque nada nos libra de otra futura pandemia. Los rasgos de solidaridad se han multiplicado y seguramente valoraremos más cosas que dábamos por supuestas, además de descubrir mucho sobre nosotros mismos. Y en el trabajo -que ojalá recuperen pronto los más golpeados por esta crisis-, espero que aprovechemos la oportunidad de embarcarnos sin titubeos en lo que nos ofrece la tecnología.